Nelson Mandela, el político más admirable de estos tiempos revueltos,
agoniza en un hospital de Pretoria y es probable que cuando se publique
este artículo ya haya fallecido, pocas semanas antes de cumplir 95 años
y reverenciado en el mundo entero. Por una vez podremos estar seguros
de que todos los elogios que lluevan sobre su tumba serán justos, pues
el estadista sudafricano transformó la historia de su país de una manera
que nadie creía concebible y demostró, con su inteligencia, destreza,
honestidad y valentía, que en el campo de la política a veces los
milagros son posibles.
Todo aquello se gestó, antes que en la historia, en la soledad de una
conciencia, en la desolada prisión de Robben Island, donde Mandela
llegó en 1964, a cumplir una pena de trabajos forzados a perpetuidad.
Las condiciones en que el régimen del
apartheid tenía a sus
prisioneros políticos en aquella isla rodeada de remolinos y tiburones,
frente a Ciudad del Cabo, eran atroces. Una celda tan minúscula que
parecía un nicho o el cubil de una fiera, una estera de paja, un potaje
de maíz tres veces al día, mudez obligatoria, media hora de visitas cada
seis meses y el derecho de recibir y escribir sólo dos cartas por año,
en las que no debía mencionarse nunca la política ni la actualidad. En
ese aislamiento, ascetismo y soledad transcurrieron los primeros nueve
años de los veintisiete que pasó Mandela en Robben Island.
En vez de suicidarse o enloquecerse, como muchos compañeros de
prisión, en esos nueve años Mandela meditó, revisó sus propias ideas e
ideales, hizo una autocrítica radical de sus convicciones y alcanzó
aquella serenidad y sabiduría que a partir de entonces guiarían todas
sus iniciativas políticas. Aunque nunca había compartido las tesis de
los resistentes que proponían una “África para los africanos” y querían
echar al mar a todos los blancos de la Unión Sudafricana, en su partido,
el African National Congress, Mandela, al igual que Sisulu y Tambo, los
dirigentes más moderados, estaba convencido de que el régimen racista y
totalitario sólo sería derrotado mediante acciones armadas, sabotajes y
otras formas de violencia, y para ello formó un grupo de comandos
activistas llamado Umkhonto we Sizwe, que enviaba a adiestrarse a
jóvenes militantes a Cuba, China Popular, Corea del Norte y Alemania
Oriental.
Debió de tomarle mucho tiempo —meses, años— convencerse de que toda
esa concepción de la lucha contra la opresión y el racismo en África del
Sur era errónea e ineficaz y que había que renunciar a la violencia y
optar por métodos pacíficos, es decir, buscar una negociación con los
dirigentes de la minoría blanca —un 12% del país que explotaba y
discriminaba de manera inicua al 88% restante—, a la que había que
persuadir de que permaneciera en el país porque la convivencia entre las
dos comunidades era posible y necesaria, cuando Sudáfrica fuera una
democracia gobernada por la mayoría negra.
En aquella época, fines de los años sesenta y comienzos de los
setenta, pensar semejante cosa era un juego mental desprovisto de toda
realidad. La brutalidad irracional con que se reprimía a la mayoría
negra y los esporádicos actos de terror con que los resistentes
respondían a la violencia del Estado, habían creado un clima de rencor y
odio que presagiaba para el país, tarde o temprano, un desenlace
cataclísmico. La libertad sólo podría significar la desaparición o el
exilio para la minoría blanca, en especial los afrikáners, los
verdaderos dueños del poder. Maravilla pensar que Mandela, perfectamente
consciente de las vertiginosas dificultades que encontraría en el
camino que se había trazado, lo emprendiera, y, más todavía, que
perseverara en él sin sucumbir a la desmoralización un solo momento, y
veinte años más tarde, consiguiera aquel sueño imposible: una transición
pacífica del
apartheid a la libertad, y que el grueso de la
comunidad blanca permaneciera en un país junto a los millones de negros y
mulatos sudafricanos que, persuadidos por su ejemplo y sus razones,
habían olvidado los agravios y crímenes del pasado y perdonado.
Habría que ir a la Biblia, a aquellas historias ejemplares del
catecismo que nos contaban de niños, para tratar de entender el poder de
convicción, la paciencia, la voluntad de acero y el heroísmo de que
debió hacer gala Nelson Mandela todos aquellos años para ir
convenciendo, primero a sus propios compañeros de Robben Island, luego a
sus correligionarios del Congreso Nacional Africano y, por último, a
los propios gobernantes y a la minoría blanca, de que no era imposible
que la razón reemplazara al miedo y al prejuicio, que una transición sin
violencia era algo realizable y que ella sentaría las bases de una
convivencia humana que reemplazaría al sistema cruel y discriminatorio
que por siglos había padecido Sudáfrica. Yo creo que Nelson Mandela es
todavía más digno de reconocimiento por este trabajo lentísimo,
hercúleo, interminable, que fue contagiando poco a poco sus ideas y
convicciones al conjunto de sus compatriotas, que por los
extraordinarios servicios que prestaría después, desde el Gobierno, a
sus conciudadanos y a la cultura democrática.
Hay que recordar que quien se echó sobre los hombros esta soberbia
empresa era un prisionero político, que, hasta el año 1973, en que se
atenuaron las condiciones de carcelería en Robben Island, vivía poco
menos que confinado en una minúscula celda y con apenas unos pocos
minutos al día para cambiar palabras con los otros presos, casi privado
de toda comunicación con el mundo exterior. Y, sin embargo, su tenacidad
y su paciencia hicieron posible lo imposible. Mientras, desde la
prisión ya menos inflexible de los años setenta, estudiaba y se recibía
de abogado, sus ideas fueron rompiendo poco a poco las muy legítimas
prevenciones que existían entre los negros y mulatos sudafricanos y
siendo aceptadas sus tesis de que la lucha pacífica en pos de una
negociación sería más eficaz y más pronta para alcanzar la liberación.
Pero fue todavía mucho más difícil convencer de todo aquello a la
minoría que detentaba el poder y se creía con el derecho divino a
ejercerlo con exclusividad y para siempre. Estos eran los supuestos de
la filosofía del
apartheid que había sido proclamada por su
progenitor intelectual, el sociólogo Hendrik Verwoerd, en la Universidad
de Stellenbosch, en 1948 y adoptada de modo casi unánime por los
blancos en las elecciones de ese mismo año. ¿Cómo convencerlos de que
estaban equivocados, que debían renunciar no sólo a semejantes ideas
sino también al poder y resignarse a vivir en una sociedad gobernada por
la mayoría negra? El esfuerzo duró muchos años pero, al final, como la
gota persistente que horada la piedra, Mandela fue abriendo puertas en
esa ciudadela de desconfianza y temor, y el mundo entero descubrió un
día, estupefacto, que el líder del Congreso Nacional Africano salía a
ratos de su prisión para ir a tomar civilizadamente el té de las cinco
con quienes serían los dos últimos mandatarios del
apartheid: Botha y De Klerk.
Cuando Mandela subió al poder su popularidad en Sudáfrica era
indescriptible, y tan grande en la comunidad negra como en la blanca.
(Yo recuerdo haber visto, en enero de 1998, en la Universidad de
Stellenbosch, la cuna del
apartheid, una pared llena de fotos
de alumnos y profesores recibiendo la visita de Mandela con entusiasmo
delirante). Ese tipo de devoción popular mitológica suele marear a sus
beneficiarios y volverlos —Hitler, Stalin, Mao, Fidel Castro— demagogos y
tiranos. Pero a Mandela no lo ensoberbeció; siguió siendo el hombre
sencillo, austero y honesto de antaño y ante la sorpresa de todo el
mundo se negó a permanecer en el poder, como sus compatriotas le pedían.
Se retiró y fue a pasar sus últimos años en la aldea indígena de donde
era oriunda su familia.
Mandela es el mejor ejemplo que tenemos —uno de los muy escasos en
nuestros días— de que la política no es sólo ese quehacer sucio y
mediocre que cree tanta gente, que sirve a los pillos para enriquecerse y
a los vagos para sobrevivir sin hacer nada, sino una actividad que
puede también mejorar la vida, reemplazar el fanatismo por la
tolerancia, el odio por la solidaridad, la injusticia por la justicia,
el egoísmo por el bien común, y que hay políticos, como el estadista
sudafricano, que dejan su país, el mundo, mucho mejor de como lo
encontraron.