18.12.11

El cáncer y la voz: las verdades no dichas, por Christopher Hitchens



He visto el momento de mi grandeza parpadear
Y he visto al eterno Lacayo tomar mi abrigo y reír por lo bajo
Y, en resumen, tuve miedo.
—T. S. Eliot, “The Love Song of J. Alfred Prufrock.”

(Traducción: Gabriel Pasquini)

Como muchas de las variadas experiencias de la vida, la novedad de un diagnóstico de cáncer maligno tiende a desvanecerse. La cosa comienza a palidecer, se vuelve incluso banal. Uno puede habituarse completamente al espectro del eterno Lacayo, como a un letal y viejo pesado que acecha en el pasillo al fin de la velada, con la esperanza de tener unas palabras. Y no objeto tanto que tome mi abrigo de tan marcada manera: como recordándome en silencio que es tiempo de marcharme. No, es esa risa por lo bajo la que me mata.

De forma mucho más regular, la enfermedad me ofrece un burlón “especial del día” o un sabor del mes. Puede ser dolores y úlceras al azar, en la lengua o en la boca. O ¿por qué no un toque de neuropatía periférica, que incluya pies adormecidos y congelados? La existencia diaria se vuelve una cosa de bebé, medida no en cucharaditas de Prufrock sino en pequeñas dosis de nutrición, acompañadas de los sonidos alentadores de los que miran, o discusiones solemnes sobre las operaciones del sistema digestivo, mantenidas con maternales extraños. En los días menos buenos, me siento como ese chanchito de pata de palo que pertenecía a una familia sádicamente sentimental, que sólo podía soportar comérselo de a un pedazo por vez. Excepto que el cáncer no es tan… considerado.
Lo que produjo más desánimo y alarma de todo, hasta ahora, fue el momento en que mi voz súbitamente se elevó a un aflautado chillido infantil (o, quizás, de chanchito). Luego comenzó a probar todos los registros, de un susurro áspero y ronco a un balido lastimero y como de papel. Y a veces amenazó, y ahora amenaza diariamente, con desaparecer del todo. Había vuelto justo de pronunciar un par de discursos en California, donde con la ayuda de morfina y adrenalina todavía pude “proyectar” con éxito mis sonidos, cuando hice un intento de llamar un taxi fuera de casa –y nada ocurrió. Me quedé paralizado, como un gato tonto que ha perdido abruptamente sus maullidos. Solía ser capaz de detener un taxi de Nueva York a 30 pasos. Podía también, sin la ayuda de un micrófono, llegar a la última fila y la galería de una sala de debates atestada. Y puede que no sea algo para vanagloriarse, pero alguna gente me dice que si su radio o televisión está “en el aire”, incluso en el cuarto contiguo, podrían siempre identificar mi tono y saber que también yo estoy “en el aire”.

Como la salud misma, la pérdida de algo semejante no puede ser imaginado hasta que ocurre. Como todo el mundo, he jugado a versiones del juvenil “¿Qué preferirías más?”, en el que más usualmente se debate si es más opresiva la ceguera o la sordera. Pero no recuerdo haber especulado nunca con quedar mudo (En el habla norteamericana, decir “Realmente odiaría ser dumb” [NdT: “Dumb” es “mudo”, pero también “bobo”] podría, en cualquier caso, causar otra risa por lo bajo). La privación de la capacidad de hablar es más como un ataque de impotencia o la amputación de una parte de la personalidad. En gran medida, en público y en privado, yo “era” mi voz. Todos los rituales y etiquetas de la conversación, desde aclarar la garganta en preparación del relato de un chiste extremadamente largo y exigente (en tiempos más jóvenes) para intentar que mis propuestas fueran más persuasivas, mientras hundía el tono en un estratégico octavo de vergüenza, eran innatos y esenciales para mí. Nunca he sido capaz de cantar, pero podía recitar poesía y citar prosa e, incluso, a veces, se me pedía que lo hiciera. Y el timing es todo: el momento exquisito en que uno puede cortar y coronar una historia, o dar vuelta una frase para causar risa, o ridiculizar a un oponente. Vivía para momentos como esos. Ahora, si quiero entrar en la conversación, tengo que atraer la atención de algún otro modo y vivir con la horrible realidad de que la gente me escucha “con simpatía”. Al menos no tienen que prestar atención mucho tiempo: no puedo sostenerlo y, en cualquier caso, no puedo soportarlo.
Cuando uno se enferma, la gente te envía CDs. A menudo, en mi experiencia, son de Leonard Cohen. Así que he aprendido recientemente una canción titulada “If It Be Your Will” (Si Fuera Tu Voluntad). Es un poco dulzona, pero es interpretada bellamente y comienza así:

If it be your will,
That I speak no more:
And my voice be still,
As it was before …
(Si fuera tu voluntad/ Que yo no hable más/ Y mi voz fuera todavía/ Como fue alguna vez…)

He descubierto que es mejor no escuchar esto tarde por la noche. Leonard Cohen es inimaginable sin, e inseparable de, su voz (Ahora dudo que puedan convencerme o pueda soportar oír esa canción interpretada por cualquier otro). De alguno modo, me digo, me las puedo arreglar comunicándome sólo por escrito. Pero esto es en verdad sólo por mi edad. Si me hubieran robado la voz antes, dudo que podría haber logrado mucho en la escritura. Tengo una enorme deuda con Simon Hoggart de The Guardian (hijo del autor de The Uses of Literacy [Los Usos del Alfabetismo]), quien hace unos 35 años me informó que un artículo mío estaba bien argumentado pero de un modo aburrido, y me aconsejó vivamente que escribiera “más como hablás”. Entonces, quedé casi sin habla por la acusación de ser aburrido y nunca le agradecí apropiadamente, pero con el tiempo comprendí que mi miedo a la autoindulgencia y al pronombre personal era una forma específica de indulgencia.

Más tarde solía abrir mis clases de escritura diciendo que cualquiera que pudiera hablar podía también escribir. Habiéndolos animado con esta escalera fácil de trepar, la sustituía luego con una enorme y odiosa serpiente: “¿Cuánta gente en esta clase, dirían ustedes, puede hablar? Quiero decir, realmente hablar”.  Eso tenía su debido efecto hiriente. Les decía que leyeran toda composición en voz alta, preferentemente a un amigo en que confiaran. Las reglas son bastante similares: Evite los cliché (como a la peste, según solía decir William Safire) y las repeticiones. No digas que, cuando niño, tu abuela solía leerte, a menos que en ese periodo de su vida, ella fuera realmente un niño, en cuyo caso probablemente desperdiciaste una mejor introducción. Si algo vale la pena de ser oído o escuchado, es muy probable que valga la pena leerlo. Así que, sobre todo: Encuentre su propia voz.

El cumplido más satisfactorio que un lector puede hacerme es decirme que él o ella sienten que me dirijo a ellos en forma personal. Piensen en sus autores favoritos y vean si no es ésta precisamente una de las cosas que los atrapan, a menudo sin advertirlo al principio. Una buena conversación es el único equivalente humano: darse cuenta de que se han señalado y entendido algunos argumentos decentes, de que había ironía y elaboración, y de que un comentario sin brillo u obvio sería casi físicamente hiriente. Es así que evolucionó la filosofía desde el symposium, antes de que fuera escrita. Y la poesía comenzó con la voz como su único intérprete y el oído como su único registro. En verdad, tampoco conozco a ningún buen escritor que fuera sordo. ¿Cómo podría uno llegar a apreciar, aún con el inteligente sistema de señas del buen Abad de l’Épée, las minúsculas punzadas y los éxtasis de matiz que imparte una voz bien afinada? Henry James y Joseph Conrad dictaron literalmente sus novelas tardías—lo que debe contarse como uno de los mayores logros vocales de todos los tiempos, aún si podrían haberse beneficiado al escuchar los pasajes que les eran leídos de vuelta— y Saul Bellow dictó buena parte de Humboldt’s Gift (El Legado de Humboldt).  Sin nuestro correspondido sentimiento por el idiolecto, la marca del modo en que un individuo realmente habla, y por tanto escribe, seríamos privados de todo un continente de simpatía humana y de sus placeres menores como la mímica y la parodia.

Más solemnemente: “Todo lo que tengo es una voz”, escribió W. H. Auden en “September 1, 1939”, su agónico intento de comprender y oponerse al triunfo del mal radical. “¿Quién puede hacerse oír por los sordos?”, preguntaba con desesperación. “¿Quién puede hablar por los mudos?”. Alrededor de la misma época, la futura Nobel judeoalemana Nelly Sachs descubrió que la aparición de Hitler la había dejado literalmente sin habla: le había robado su propia voz por la tajante negación de todos sus valores. Nuestro propio idioma de todos los días preserva la idea, sin importar cuán tenuemente: cuando un servidor público devoto muere, los obituarios a menudo dicen que era “una voz” para los sin voz.

De la garganta humana también pueden emerger terribles pesadillas: vociferantes, machacantes, quejosas, aullantes, incitantes (“la más ventosa basura militante”, como la formuló Auden en el mismo poema) e incluso riendo por lo bajo. Es la oportunidad de entonar todavía –pequeñas voces contra ese torrente de balbuceos y ruido—las voces de la inteligencia y el entendimiento lo que uno anhela. Los mejores recuerdos de sabiduría y amistad, de la “Apología” de Sócrates por Platón a la Vida de Johnson por Boswell, resuenan con los momentos hablados, no escritos, de interacción y razón y especulación. Es en conexiones como estas, en la competencia y la comparación con otros, que uno puede aspirar a dar con la elusiva y mágica mot juste. Para mí, recordar amistades es recordar aquellas conversaciones que parecía un pecado acabar: aquellas que hacían del sacrificio del día siguiente algo trivial. Esa es la forma en que Calímaco eligió recordar a su amado Heráclito:

Alguien contó, Heráclito, tu aciaga muerte, y me hizo llorar
al recordar cuántas veces ambos
tomamos el sol charlando. Tú,
mi amigo de Halicarnaso, hace tiempo eres ceniza.
En verdad, fundamenta el reclamo de inmortalidad de su amigo en la dulzura de su tono:
Mas siguen vivos, como ruiseñores, tus cantos, a los que el Hades,
que de todo hace rapiña, no impondrá sus manos.
Quizás demasiado edificante ese último verso…

En la literatura médica, la “cuerda” vocal es un mero “doblez”, una pieza de cartílago que se esfuerza por alcanzar y tocar a su melliza, produciendo así la posibilidad de efectos sonoros. Pero siento que debe haber una relación profunda con la palabra “cuerda”: la resonante vibración que puede despertar la memoria, producir música, evocar el amor, causar lágrimas, conmover a multitudes a la pena y a las muchedumbres a la pasión. Puede que no seamos, como solíamos vanagloriarnos, los únicos animales capaces de hablar. Pero somos los únicos que podemos desplegar una comunicación vocal por meros placer y recreación, combinándola con nuestras otras vanaglorias, razón y humor, para generar más altas síntesis. Perder esta capacidad es estar privado de un completo rango de facultades: es, con toda seguridad, morir más que un poco.

Mi principal Consuelo en estos años de vivir muriendo ha sido la presencia de amigos. Ya no puedo comer o beber por placer, así que cuando ofrecen venir es sólo por la bendita oportunidad de hablar. Algunos de estos camaradas pueden fácilmente llenar una sala de espectadores ávidos de escucharlos: son charlistas con los cuales es un privilegio sólo mantener el paso. Ahora, al menos puedo escuchar gratis. ¿Puede venir y verme? Sí, pero sólo de un modo. Así que ahora, cada día, voy a la sala de espera y veo las horribles noticias de Japón en la televisión por cable (a menudo con subtítulos, sólo para torturarme) y espero impacientemente que una alta dosis de protones sea disparada adentro de mi cuerpo a dos tercios de la velocidad de la luz. ¿Qué espero? Si no una cura, una remisión. ¿Y qué quiero recuperar? En la más bella aposición de dos de las palabras más simples de nuestro lenguaje: la libertad de expresión.
Aquí, versión original de este artículo, en inglés.