Insisto... ¿Noticia
top de la semana? Parpadee. Los tobas muriéndose de hambre en el impenetrable. ¿Podían haberse evitado? Sí. ¿Es algo fuera de lo común? No: el número mundial de soldados por cada 100 mil habitantes es de 556 El mundial de médicos, por igual cantidad, 85 (
sic) ¿Afectó esta noticia a la sociedad argentina? Para nada. ¿Se echaron millones de argentinos a las calles? No. El cable que
anotició el Apocalipsis de los tobas ya es historia vieja. Lo expresó en sintaxis tan natural como la que anuncia una boda o el arribo de la primavera o un acto de supuesta corrupción. Para mucha gente lo perverso es normal. Me pregunto a mí mismo ¿Que mezcla de solidaridad y soberbia me trajo a África? ¿Por qué estoy acá y no allá? Dejando de lado que esta experiencia es una parte fundamental en la
construcción ( continua, lenta y dolorosa) de mi personalidad para gestos solidarios es más que claro que uno puede ayudar al vecino, a un hermano y no es necesario viajar miles de
kilómetros pero al mismo tiempo razono que vengo de un
país rico, con un Ministerio de Salud totalmente operativo y con recursos y que la única
razón para llegar a una situación como le del Chaco es la negligencia y la corrupción
(nada se perdió, todo se lo afanaron) Acá les dejo la crónica de
Mempo Giardinelli, escritor
Chaqueño, publicada hoy en la
contratapa de
Página 12.
Auchh, duele, y duele de verdad...En estos tiempos el Chaco
concita la atención de todo el mundo. Prensa y televisión global vienen a mirar los estragos de la desnutrición que afecta a miles de aborígenes en los bosques que se conocen –ya impropiamente– como El Impenetrable.
Mi colega y amiga Cristina
Civale, autora del blog Civilización y Barbarie, del diario Clarín, me invita a acompañarla. No es la primera invitación que recibo, pero sí la primera que acepto. Rehusé viajar antes de las recientes elecciones, porque, obviamente, cualquier impresión escrita se habría interpretado como denuncia electoral. Y yo estoy convencido, desde hace mucho, de que la espantosa situación
socioeconómica en que se encuentran los pueblos originarios del Chaco, y su vaciamiento sociocultural, no son mérito de un gobierno en particular de los últimos 30 o 40 años (los hubo civiles y militares;
peronistas,
procesistas y radicales) sino de todos ellos.
Primero nos detenemos en
Sáenz Peña, la segunda ciudad del Chaco (90 mil habitantes), para una visita clandestina –no pedida ni autorizada– al Hospital Ramón Carrillo, el segundo más importante de esta provincia.
Civale toma notas y entrevista a pacientes indígenas en las salas de
Tisiología, mientras yo recorro los pasillos mojados bajo las infinitas goteras de los techos, y miro las paredes rotas, despintadas y sucias, los patios roñosos y un pozo negro abierto y rebalsando junto a la cocina.
Aunque el frente del hospital está recién pintado, detrás hay un
basural a cielo abierto en medio de dos pabellones. Vidrios y muebles rotos, escombros, radiografías, cascotes y deshechos quirúrgicos enmarcan las salas donde los pacientes son sólo cuerpos chupados por enfermedades como la tuberculosis o el
Chagas. Me impresiona la mucha gente que hay tirada en los pisos, no sé si son pacientes o familiares, lo mismo da.
Una hora después, en el camino hasta Juan José
Castelli –población de 30 mil habitantes que se
autocalifica “Portal del Impenetrable”– la desazón y la rabia se perfeccionan al observar lo que queda del otrora Chaco boscoso. Lo que fue imperio de quebrachos centenarios y fauna maravillosa, ahora son campos quemados, de suelo arenoso y desértico, con raigones por doquier esperando las topadoras que prepararán esta tierra para el festival de soja
transgénica que
asuela nuestro país.
Entramos –nuevamente por atrás– al Hospital de
Castelli, que se supone atiende al 90 o 95 por ciento de los aborígenes de todo el Impenetrable. Lo que veo allí me golpea el pecho, las sienes, los huevos: por lo menos dos docenas de seres en condiciones definitivamente inhumanas. Parecen
ex personas, apenas piel sobre huesos, cuerpos como los de los campos de concentración
nazis.
Una mujer de 37 años que pesa menos de 30 kilos parece tener más de 70. No puede alzar los brazos, no entiende lo que se le pregunta. Cinco metros más allá una anciana (o eso parece) es apenas un
montoncito de huesos sobre una cama desvencijada. El olor rancio es insoportable, las moscas gordas parecen ser lo único saludable, no hay médicos a la vista e impera un silencio espeso, pesado y acusador como el de los familiares que esperan junto a las camas, o tirados en el piso del pasillo, también aquí, sobre mantas mugrientas, quietos como quien espera a la Muerte, esa condenada que encima, aquí, se demora en venir.
Siento una furia nueva y creciente, una impotencia absoluta. Le pregunto a una joven enfermera que limpia un aparador vidriado si siempre es así. “Siempre”, responde
irguiéndose con un trapo sucio en la mano, “aunque últimamente han sacado muchos, desde que empezó a venir la
tele”.
Es
flaquita y tiene cara de buena gente: se le ve más resignación que resentimiento. Son 44 enfermeros en todo el hospital pero no alcanzan para los tres turnos. Trabajan ocho horas diarias cinco días por semana y cobran alrededor de mil pesos los universitarios, y menos de 600 los contratados, como ella. Los días de lluvia los techos se llueven y esto es un infierno, dice y señala los
machimbres podridos y los pozos negros saturados que revientan de mierda en baños y patios. Y todo se lava con agua,
nomás, porque “no tenemos
lavandina”.
Camino por otro pasillo y llego a Obstetricia y Pediatría. Allí todos son tobas. Una chiquilla llora ante su hijo, un
saquito de huesos morenos con dos ojos enormes que duele mirar. Otra joven dice que no sabe qué tiene su nena pero no quiere que muera, aunque es obvio que se está muriendo. Hay una veintena de camas en el sector y en todas lo mismo: desnutrición extrema, mugre en las sábanas, miles de moscas, desolación y miedo en las miradas.
Después viajamos otra hora y el cuadro se hace más y más grotesco. Paramos en Fortín
Lavalle, Villa Río
Bermejito, las tierras allende el Puente La Sirena, los parajes El Colchón, El Espinillo y varios más. Son decenas de ranchos de barro y paja, taperas infames donde se hacinan familias de la etnia
Qom (tobas). Todas, sin excepción, en condiciones
infrahumanas.
Digan lo que digan, estas tierras –más de tres millones de hectáreas– fueron vendidas con los aborígenes dentro. Son varios miles y están ahí desde siempre, pero no tienen títulos, papeles, ni saben cómo conseguirlos. Los amigos del poder sí los tienen, y los hacen valer. El resultado es la devastación del Impenetrable: cuando el bosque se tala, las especies animales desaparecen, se extinguen. Los seres humanos también.
Y aunque algunas buenas almas urbanas digan lo contrario, y se escandalicen ciertas
dirigencias, en el ahora
ex Impenetrable
chaqueño palabras duras como exterminio o genocidio tienen vigencia.
Desfilan ante nuestros ojos enfermos de tuberculosis,
Chagas,
lesmaniasis, niños
empiojados que sólo han comido harina mojada en agua, rodeados de perros flacos, huesudos y ojerosos como sus dueños. Se llaman Margarita,
Nazario,
Abraham, María y lo mismo da. Casi todos dicen ser evangelistas, de la Asamblea de Dios, de la Iglesia Universal, de “los
pentecostales” o “los anglicanos”.
Involuntariamente irónico, evoco a
Yupanqui: “Por aquí, Dios no pasó”.
Al caer la tarde estoy quebrado, roto, y sólo atino a borronear estos apuntes, indignado, consciente de su inutilidad. Al partir de regreso veo en un caserío un cartel deshilachado por el sol: “Con la fuerza de Rozas, vote lista 651”. Y en la pared de un rancho de barro, seguramente infestada de
vinchucas, veo un corazón rojo como el de los pastores
mediáticos brasileños de “Pare de sufrir”. Abajo dice: “Chaco merece más. Vote
Capitanich”.
A unos 400 kilómetros de aquí el escrutinio final de las elecciones avanza lenta, nerviosamente.
En alguna oficina el ministro de Salud de esta provincia seguirá negando todo esto, mientras el gobernador se prepara para ser senador y vivir en Buenos Aires, bien lejos de aquí, como casi todos los legisladores.
Nunca antes el Chaco ni este país me habían dolido tanto.
Mempo Giardinelli