POR   Edgardo Cozarinsky
El número 17 señala la edad del chico. Está impreso en un cartón  pinchado sobre su piel. La fotografía fue tomada por los verdugos que,  horas más tarde o al día siguiente, iban a matarlo.
Del chico no  sé nada fuera de su condición de víctima, de la edad que sus verdugos,  obedientes sin duda a reglas administrativas, consignaron sobre su piel  antes de fotografiarlo. Y si sé esto último es porque la foto es una de  las miles archivadas por los Khmer Rouges durante los cuatro años de  terror que impusieron en Camboya. ¿Podría identificarlo la inscripción  que entreveo en la base de la fotografía, caracteres blancos, por lo  tanto escritos con tinta negra en el negativo? Sólo sé que en uno de los  muchos centros de exterminio del país, el conocido como S-21, instalado  en la prisión de Tuol Sleng, en pleno Phnom Penh, se conservaron más de  cinco mil fotografías de prisioneros ejecutados. 
Recuerdo la  tarde de 1975 en que una edición especial de los diarios franceses  anunciaba con letras enormes el fin de la Guerra de Vietnam: “C’est  fini!”. Hacía un año que yo vivía en París, estaba tomando un café en la  vereda del boulevard de Montparnasse, y me invadió una difusa sensación  de alivio, que supongo compartida con muchos de quienes me rodeaban: se  acababa la masacre de poblaciones civiles con napalm, terminaba también  la interminable sangría de un ejército imperial que ya no volvería a  ganar guerras en el mundo ancho y ajeno. El subtítulo de los diarios  informaba que a partir de ese día Saigón pasaba a llamarse Ho-Chi-Minh  City.
Recordé en aquel momento la leyenda, por cierto  inverificable, según la cual en los años 20 Ho-Chi-Minh habría trabajado  en la cocina de un restaurante chino de París mientras en sus horas  libres se empapaba de marxismo en la Sorbona. Veinte años más tarde iba a  ser Pol-Pot, estudiante de ingeniería civil y futuro conductor de los  Khmer Rouges, quien absorbería entre París y Berlín Este el evangelio  marxista; aun sus adversarios más tenaces reconocían en él al dirigente  más educado que tuvo un partido comunista asiático.
Aquella tarde  de primavera, sentado ante una mesa de café, el flâneur sudamericano  para quien todavía no se había apagado la “ciudad luz”, distraído del  terror que ya había empezado a diezmar su propio país, no podía  sospechar que en el lábil tablero de ajedrez de finales de la Guerra  Fría, los Estados Unidos se disponían a apoyar indirectamente la  guerrilla de los Khmer Rouges: si tomaba el poder en Camboya, podría  contener a la Unión Soviética, sostén de los comunistas en Vietnam,  instalados por su triunfo ante la frontera camboyana. Meses más tarde,  Newsweek iba a cubrir con cierta simpatía la llegada al poder de los  Khmer Rouges, comunistas new style  que parecían proponer un  despotismo ilustrado. Con la fruición onomástica de todos los  advenedizos al poder, impacientes por cambiar nombres de calles,  ciudades y provincias, el país pasó a llamarse Kampuchea Democrática.
En  el museo Guimet, en París, me gustaba visitar la sección de esculturas  camboyanas. (¿Algunas de las que en los años 20 robaron en los templos  de Angkor André y Clara Malraux?). En ellas aprendí a reconocer esa  misteriosa “sonrisa Khmer”, como la denominan los orientalistas, pliegue  apenas perceptible de los labios que ilumina un rostro donde los ojos  permanecen cerrados. Hasta allí llegaba en aquellos años mi conocimiento  de ese país que, súbitamente, la actualidad imponía a mi atención.
Nunca  sabré qué razones habrán justificado la ejecución del chico de la  fotografía. Supongo que habrá sido una víctima más del espejismo que  seduce a todas las revoluciones: la creación de un “hombre nuevo”. (“La  humanidad emergerá rejuvenecida de este baño de sangre”: Saint-Just en  1791). Acaso haya vivido en la capital: todo Phnom Penh fue vaciado y  sus habitantes, “capitalistas corruptos” por haber participado de la  vida ciudadana, fueron enviados al campo a ejecutar doce horas diarias  de tareas rurales. La quimera del “hombre nuevo” convivió en Camboya con  el proyecto de una sociedad puramente agraria. 
¿O habrá sido uno  de los tantos estudiantes con lentes? Toda persona que los necesitase  fue considerada intelectual y sometida a una reeducación enérgica que,  de no dar resultados inmediatos, derivaba en liquidación. “Guardarlo en  vida no nos beneficia, destruirlo no supone una pérdida” era el lema  reiterado en los campos de trabajo obligatorio. Había sido la llegada de  Pol-Pot a la cabeza del movimiento lo que distanció a los Khmer Rouges  de un comunismo tradicional, hasta aquel momento semejante al del  Vietnam del Norte, para orientarlos hacia una forma de maoísmo extremo,  que consideraba a los campesinos como el único auténtico proletariado;  al mismo tiempo incorporaba nociones del más tradicional nacionalismo  Khmer para liquidar a las minorías étnicas y religiosas. 
¿En qué  fecha fue tomada la fotografía? ¿En qué fecha fue ejecutado el chico?  Sin duda en algún momento entre 1976 y 1979, ya que en 1979 el ejército  vietnamita invadió la efímera Kampuchea Democrática y Pol-Pot se replegó  con sus fuerzas al otro lado de la frontera tailandesa, desde donde  dirigió una guerrilla de resistencia.  En 1996, al firmarse un tratado  de paz, se vio obligado a disolver su partido; dos años más tarde murió,  sin que se hubiese logrado llevarlo ante un tribunal. La fotografía del  chico fue de las primeras que publicó el grupo de estudios formado para  investigar el genocidio camboyano, una vez devuelto al país el nombre  de Camboya y repartido el poder entre distintas facciones. En alguna de  ellas participaban Khmer Rouges moderados. 
Con el destino de un  individuo anónimo no sólo juegan los que una metáfora ampulosa llamaba  los vientos de la Historia. A principios del siglo XXI volví a encontrar  la  fotografía, y no en el contexto de aquella investigación aun en  curso sino en el de una campaña contra el turismo sexual y la  prostitución infantil y adolescente que conducen organismos no  gubernamentales en los Estados Unidos y Europa del Oeste. No sé si por  error o desaprensión una página de denuncia presentaba al chico  camboyano como pupilo de un prostíbulo de Bangkok. Me pregunto si estas  campañas de buena voluntad habrán logrado algo más que obligar a los  gobiernos de países como Tailandia y las Filipinas, hasta no hace mucho  metas preferidas de los pedófilos del “primer mundo”, a limpiar  superficialmente su imagen. 
La hipocresía de lo que solía  llamarse Occidente no tiene límites, su preocupación por los derechos  humanos en países lejanos, su solidaridad con injusticias exóticas suele  ser una excusa para no mirar lo que ocurre a su lado. El derrumbe del  comunismo en Europa del Este no sólo liberó a los intelectuales: también  arrojó al desempleo a gran parte de su población. Hoy la prostitución  callejera en la periferia de las ciudades de Europa del Oeste está  alimentada por una numerosa inmigración clandestina, no sólo de Rumania,  Moldavia, Albania o Kosovo. Y donde no rige la miseria material impera  la miseria moral: leo en el diario que una prostituta heroinómana de  Rotterdam daba cocaína a sus hijos para excitarlos en las filmaciones de  pornografía infantil que le permitían comprar su droga.
Desde su  fotografía, el chico mira al espectador sin sonreír, sin acusar dolor ni  miedo, con una serenidad, diría con una dignidad que me obligan a  preguntarme, sin rebajarme a la estadística, si puedo poner lado a lado a  las víctimas de los iluminados del comunismo y las de los adelantados  del capitalismo. Es una vieja pregunta, para la que no hay respuesta,  para la que tal vez no valga la pena buscarla: quién mató más inocentes,  Hitler o Stalin, o los Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki, o el  Tercer Reich en Ucrania y Polonia, o la China de Mao en sus campañas de  hambruna programada… Escribí “rebajarme a la estadística”. Sin duda,  basta una sola víctima anónima, si su exterminio es obra de un plan.
Sólo  sé que este chico guarda el misterio de su identidad, de las  experiencias que en su corta vida pudieron llevarlo al degüello o al  paredón. El novelista que nunca tarda en despertar sugiere: ¿y si a  último momento hubiese podido huir del campo y cruzar la frontera? ¿Si  su ilusión de libertad hubiese terminado en un prostíbulo de Bangkok?  Una vez más, entiendo que en una fotografía, supuesto registro de lo  real, a menudo leemos una mera posibilidad, lo imaginado, aun lo temido.