"...Y –en los fulgores encandiladores del Nobel– vuelve también todo eso del “misterio” de la ruptura con su hermano de sangre y tinta Gabriel García Márquez, de la competencia que los une y los separa. Otro lugar más vulgar que común que me recuerda a aquella tan gastada dicotomía beatle. Así –ambos compartiendo la única cara de un single boom– Gabriel García Le-nnon (con mayor facilidad para el slogan y aire más rebelde) habría escrito la lisérgica y voladora Cien años de soledad (equivalente de la realista y mágica “Strawberry Fields Forever”) mientras que el Mario Vargas McCartney de Conversación en la catedral (su panorámica, terrena, e instantáneamente nostálgica “Penny Lane”) sería el conservador artesanal y doméstico. No sé... La historia ha probado que McCartney era igual de vanguardista o más que Lennon y que es muy fácil cantar “Imagina que no hay posesiones” siendo multimillonario. Y hay demasiada gente que sólo percibe la realidad como si se tratara de un match de boxeo o unas elecciones políticas. Yo prefiero seguir leyéndolos a ambos. Y –ahora que lo pienso, volvamos a Vargas Llosa, porque de eso y de él se trata hoy– comencé a leerlo con la intensidad con que sólo se lee en la adolescencia. Esa misma intensidad que muchas veces hace que, con el correr de los años, dejemos de lado a quienes leímos entonces porque, sí, los leímos vampirizados por ellos y, al mismo tiempo, como si fuésemos ese vampiro que exprime a su víctima hasta la última gota, hasta que nos convencemos de que ya no tiene nada para ofrecernos y volamos hacia otros cuellos en busca de nuevo y virgen alimento. Pero no he dejado de leer a Vargas Llosa –get back y don’t let me down– convencido de que su mejor libro siempre puede ser el próximo, y falta menos para El sueño del celta...."
Rodrigo Fresan hablando de los superpoderes de Vargas Llosa y del Nobel como consagración definitiva de un ilustre y no como descubridor de rarezas.
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