Lo reconocí de pronto, paseando con su esposa, Mary Welsh, por el
bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de
1957. Caminaba por la acera opuesta en dirección del jardín de
Luxemburgo, y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa
de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Lo único que no parecía
suyo eran los lentes de armadura metálica, redondos y minúsculos, que le
daban un aire de abuelo prematuro. Había cumplido cincuenta y nueve
años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de
fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las
caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos.
Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente
juvenil de La Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban
apenas cuatro años para morir.
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